martes, 16 de noviembre de 2010

NO ESTAMOS SOLOS.

Seguramente deberíamos ir siempre al cine de la forma que proponía André Breton en Nadja.

Habría que entrar sin premeditación en el ámbito oscuro, con la película empezada, sin conocer de antemano el programa, arrastrados por el azar.

Habría que sentarse en la butaca, abandonarse a los sentidos sin prepararlos para la narración consensuada, sin dirigirlos por opiniones ni sinopsis, como quien entra y sale de un lago báltico en invierno.

Habría que dejarse llevar por las sensaciones, pues el cine es ante todo sensaciones.

Deberíamos sumergirnos en el proceso de identificación sin culpa, como pura catarsis, y llorar si así lo requiriera la autopurificación. Llorar tanto que no quedaran las lágrimas, sin pudor, sin vergüenza de mostrar públicamente lo privado: en el cine, como en el amor, uno siempre está a tientas y solo, aunque esté rodeado de gente.

Sería necesario subvertir la aparente esencia del cine donde hay principios y finales; ir al cine en busca de algo que no fuera la historia que se cuenta. Saber que en el cine, como en la vida, uno siempre acaba por identificarse consigo mismo, nunca con el personaje ni con la trama.

Y habría que salir de repente también, sin esperar a que acabara la película.

Deberíamos dejar nuestro asiento cuando la intensidad de las sensaciones doliera casi aún. Habría que levantarse y enfrentar la luz de la calle antes de que los títulos nos devolvieran a la realidad, decepcionados al comprobar que, incluso en el cine, toda historia tiene su final.

Sería preciso marcharse de allí, salir huyendo entre tinieblas antes del desenlace para mantener en el recuerdo, quién sabe si para siempre, esa suave sensación de las cosas que, si no llegaron a pasar en realidad, deberían haber sucedido.

Por eso detesto ir con otros al cine. Por eso aborrezco el ritual de las colas, los comentarios en la espera y las hojas de sinopsis con extractos de críticas; y la luz de la sala, siempre áspera, que impone el presente cuando se acaba el cine; y los comentarios intelectuales de los acompañantes; y las películas entretenidas, esas que hacen pasar un buen rato.

Por eso considero que escribir sobre cine es un esfuerzo inútil, porque lo importante, las sensaciones, las rememoraciones que despierta, se quedarán siempre desfallecidas en la penumbra...

Tal vez por eso me fastidia que muchos, al salir de la sala, se sientan en la obligación de decir algo inteligente sobre la película recomendada por algún conocido entendido en la materia.

Prefiero ir al cine como aquellos que intuyen lo inútil que resulta hablar de cine más allá de los puros tecnicismos o las asépticas sociología o psicología fílmicas, como los que no esperan que les cuenten una historia pues el cine, al fin, no cuenta nunca historias, aunque aparente contarlas. El buen cine al menos, no cuenta historias como pensaríamos que una historia debe ser contada.

Y así, un día cualquiera, tropezamos en la calle -por casualidad- con alguien que va deprisa porque llega tarde y, por pura inercia de la conversación, le acompañamos en su carrera y acabamos sentados en una sala oscura a la que decidimos entrar en el último momento, porque hace frío fuera o hace frío dentro. No sabemos qué vamos a ver.

Nos sentamos entre tinieblas con la película empezada y se deslizan ante nosotros imágenes perturbadoras por su belleza, en un principio incomprensibles, aunque capaces de alertar sensaciones con un peculiar sentido del tiempo y de la narración tan antifílmico en el fondo -antifílmico respecto a lo que nos han dicho que debe ser el cine.

Y, probablemente, nos inquietamos un poco en la butaca y no acabamos de entender, durante un buen rato, de qué trata la historia -tan acostumbrados nos tiene el cine a contarnos historias. Podemos llegar a lamentar no haber entrado un poco antes para seguir la narración desde el principio y de este modo comprenderla.

Luego, poco a poco, la historia se va haciendo transparente...

Entonces, frente a esas imágenes de alguien cuyo nombre aún desconocemos, pensamos: no estamos solos.


Estrella de Diego.
Extracto de "Volver a la nostalgia. Por qué atrapa el cine de Tarkovski".
Revista de Occidente.

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